Única, irrepetible, insustituible, la persona humana tiene un valor inconmensurable por los registros de contabilidad. Defenderla a cualquier precio, considerar su protección como prioridad absoluta, constituye la expresión tangible de la definición conceptual de justicia social. Implica no solo procurar la mayor equidad posible en la distribución de bienes materiales, sino también favorecer el acceso creciente al disfrute de una espiritualidad más rica, afirmación del respeto debido a la plena dignidad del hombre. Así se traduce, también en términos concretos, la lucha emancipadora en favor de una vida, tal como lo entendieron los fundadores de la nación, nunca «en afrenta y oprobio sumido».
Las pérdidas de vidas constituyen el costo mayor de la pandemia que nos abate, obra de un virus invisible y omnipresente. Los escasos recursos disponibles se han puesto en función de ese combate primordial, sacrificio asumido por la nación toda, con la escasez de bienes de consumo de primer orden, incluidos alimentos y medicinas. Al cabo, habremos de despertar de la pesadilla mediante la aplicación concertada de medidas de protección y gracias al empleo de las vacunas en proceso de ensayo clínico. Podremos entonces valorar el alcance de los costos en el plano financiero y respecto al desarrollo de la sociedad.
Al balance de los fallecidos, a la enorme inversión de recursos, se añaden las repercusiones que operan en el plano de la subjetividad. Las medidas de aislamiento se reflejan de manera negativa en la estabilidad sicológica, agudizan sensaciones de ansiedad y acrecientan las tensiones en la intimidad de hogares –a veces demasiado estrechos– que se acentúan por la acumulación de proyectos personales postergados.
El cierre temporal de las escuelas plantea interrogantes acerca del modo de recuperar procesos de aprendizaje interrumpidos. Algunos aficionados a la futurología diseñan un utópico porvenir para una humanidad interconectada por vía digital, con la consiguiente atomización del tejido social. Los efectos sicológicos del confinamiento demuestran que, por el contrario, el diálogo presencial entre los seres humanos es imprescindible. La cercanía necesaria se manifiesta a través de la palabra y del muy expresivo lenguaje gestual. Constituye oxígeno nutriente de la dimensión espiritual de la vida y de los complejos procesos que sustentan la cultura y la cohesión social.
Al margen de las veleidades futurológicas, por su extensión planetaria y su alto grado de letalidad, la pandemia ha convocado a numerosos pensadores a una reflexión acerca de la necesidad de reformular el proyecto civilizatorio dominante. El acontecimiento ha revelado, de manera brutal, nuestra extrema vulnerabilidad en un destino común compartido.
Agredida, la naturaleza reclama sus derechos. Aunque de inmediato podamos conjurar el mal, otros fenómenos similares podrán surgir en algún porvenir más o menos inmediato.
Subestimada por mucho tiempo, la filosofía, madre de todas las ciencias, vuelve en reclamo de sus fueros y reivindica el rescate necesario de la interconexión entre los diferentes saberes, tanto los que abordan el conocimiento de las ciencias exactas y naturales, como los que se centran en el análisis de la sociedad y en las contradicciones derivadas de una ilusoria concepción del progreso, fundada en la insaciable demanda de apetencias materiales.
Aunque no tengamos plena conciencia de ello, la demanda de espiritualidad constituye también una exigencia que subyace en cada uno de nosotros.
Constituye esa otra hambre latente a la que aludiera con tanta frecuencia Onelio Jorge Cardoso. Esa sensación de vacío causada por la pérdida del múltiple y estimulante contacto con el otro, consecuencia tangible del confinamiento, es la razón del quebranto sicológico que nos invade.
A los cubanos, asediados durante décadas por defender nuestro proyecto emancipador y abrumados ahora por las duras carencias económicas, la pandemia nos convoca a llevar adelante una serena y equilibrada valoración de lo que tenemos.
A pesar de errores cometidos, nuestra capacidad de afrontar el mal evidencia la eficacia de la estrategia de desarrollo que patrocinó, aun en medio de la precariedad del periodo especial, el impulso a la investigación científica de avanzada. Por arriesgada que pareciera, la decisión respondía a un modelo civilizatorio que situaba en lugar preferente la salvaguarda de la vida humana.
Disponemos en la actualidad de recursos propios para atender la enfermedad y contar en fecha próxima con las vacunas que habrán de garantizar la salud de todos. Vencida la crisis de la pandemia, para restañar heridas e impulsar el desarrollo del país habrá que seguir contando con la participación activa de la ciencia, incluida aquella que investiga el complejo entramado social.